sábado, 20 de febrero de 2010

El obseno placer de enseñar.

Enseñar es un placer solo comparable al placer de aprender.
Enseñar es un arte, una ciencia, una religión, un sacerdocio.
Enseñar es magia.
No hace falta que te enseñen a enseñar.
Basta con alguna vez haber aprendido algo.
Hay que observar algun aprendizaje propio o ni siquiera, el método surge automaticamente.
El que quiere aprender algo que no sabe obliga al que sabe a enseñarselo.
El que lo sabe no tiene otra opción que enseñarselo.
Es casi una violación mental.
Una violación consentida.
Te concedo mi saber para que disfrutes tu aprender y a la inversa.
Aprender es un vicio. Enseñar tambien. Imposible enviciarse con uno sin enviciarse con el otro.
Son los complementos perfectos de una figura circular que cierra en la mente.
La mente se abre y se cierra en un eretismo placentero.
Enseñar y aprender son placeres casi obsenos pero bien vistos.
Los buenos enseñadores y los buenos aprendedores se entregan a consumar el acto sublime.
El mundo desaparece en el momento en que las mentes se abren para intercambiar sabiduría.
El fluir es de doble via. Equilibrado, armonico, balanceado.
El enseñador detecta al aprendedor sin que lo sepa ninguno de los dos.
La necesidad de llenar algo que le falta es incontrolable.
Incontenible. Urgente.
Tal vez el que va a aprender ni se haya dado cuenta que tenia ese hueco, pero el eseñador de alguna manera lo sabe, lo intuye, lo ve magnificamente claro y se lanza a llenarlo.
El aprendedor puede forcejear un momento, finalmente cede.
Nadie se resiste mucho al placer de aprender.
Es un placer que no produce frutos pero de alguna manera llena.
Satisface doblemente.

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